Gerardo Fernández Casanova
Es abrumadora la avalancha de signos que muestran la descomposición del país y que confirman la condición de gobierno incapaz del encabezado por Peña Nieto. No son sólo percepciones subjetivas, como han querido calificarlas los corifeos del régimen, sino datos duros ofrecidos por instituciones oficiales, como son el Instituto de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), amén de los generados en la academia y en órganos independientes de investigación. El dato duro por excelencia: la pobreza crece todos los años, no obstante los miles de millones de pesos destinados a combatirla y las toneladas de saliva dedicadas a disfrazarla. En el país del engaño de las “reformas estructurales” la pobreza es el más estructural de los resultados: el modelo neoliberal la asume como un “daño lateral” de su aplicación y, en consecuencia, diseña mecanismos de mitigación o, mejor dicho, de contención, mediante lo que denomina “subsidios focalizados” como es el Progresa y toda la pléyade de siglas con que se les ha querido vestir. Corrupción aparte, se trata de instrumentos que son en sí mismos ineficaces para contener la pobreza, sólo son útiles para contener la protesta social por la pobreza y para convertirla en votos cautivos para el régimen empobrecedor. Si, además, se agrega el factor de la corrupción el resultado es desastroso: corrupto el dador que corrompe al receptor.
En la teoría de los tecnócratas neoliberales, el efecto mitigador de los subsidios focalizados sería sólo temporal, en tanto que el desempeño del mercado liberado diera sus frutos de riqueza permeada de arriba hacia abajo. Llevamos veinticinco años esperando tales frutos, sin que siquiera se asome una lucecita de esperanza en el horizonte. No sólo eso, el resultado de la brutal desigualdad oscurece cualquier expectativa: los pocos ricos son cada vez más ricos, mientras que cada día hay más pobres que son aún más pobres. No hay economía que pueda crecer colgada de la nube del comercio exterior, sin el soporte de una población con capacidad de consumir; menos puede sostenerse un régimen colgado de la nube de la promesa a futuro cuando se deshace en un torrencial aguacero de miserias.
Para completar el cuadro, la llamada macroeconomía cuya salud es la principal obligación aceptada por el régimen neoliberal también es un desastre. El principal indicador, el Producto Interno Bruto (PIB) languidece sin crecer desde hace los mismos veinticinco años de vigencia del modelo. Las cifras del comercio exterior muestran un déficit permanente, durante el mismo plazo, con grandes exportaciones que se diluyen ante mayores importaciones. El empleo generado en el sector exportador no compensa el desempleo generado por el sector importador, ávido destructor de la planta industrial, comercial y de servicios autóctonos. El peso se devalúa a pasos agigantados, sin que se registre una política pública que pueda convertir la devaluación en beneficio a la producción doméstica. La reforma energética, visualizada para dar rienda suelta al tropel de inversiones extranjeras, se frustra ante la ausencia de los supuestos interesados y comienza a malbaratar la riqueza natural que es de todos. Ni qué decir de la seguridad: la pobreza es el mejor caldo de cultivo de la violencia, aquí sí que hay progreso, como también lo hay en la corrupción y la impunidad; las casas de lujo aguantan vara, ni se les toca ni se castiga a sus beneficiarios; la obra pública arrastra el fardo de las comisiones bajo la mesa y todo mundo queda contento, o casi.
Los mexicanos nos solazamos diciendo que Peña Nieto es muy pendejo; que lo demostró desde la campaña electoral. ¿Y de ahí qué? Pues nada, sólo que habrá de tenerse más cuidado en las próximas elecciones mediante filtros anti pendejos. Así conviene al régimen y al sistema: el pueblo divertido caricaturizando al presidente. No es por ahí. Ya quisiera yo ser tan estúpido como Peña. No se trata de estupidez sino de un perverso cinismo que se aferra a seguir enriqueciéndose con cargo al empobrecimiento del país y de sus habitantes. No son errores los que nos llevaron a donde estamos, sino un designio criminal del 1% para el que el 99% restante es absolutamente prescindible. Si se han de morir, mejor que sea pronto.
Pero dice el señor Peña que no hagamos tanto escándalo, que hay países que están peor que nosotros. ¡Uf! Qué alivio. El confortable consuelo del estúpido.
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