J. Rigoberto Lorence
Al regresar al país, Emilio Lozoya trae consigo un paquete de videos y documentos que evidencian la corrupción que ha imperado en México, en especial durante la época que fungió como director de la empresa paraestatal Pemex (2012-2016) en los cuales se involucra a líderes, funcionarios y legisladores de los dos partidos dominantes en la política del país (PRI y PAN).
Actualmente tiene lugar una dura confrontación ideológica y política entre los representantes del viejo régimen (incluidos los “intelectuales orgánicos” de otros gobiernos) contra las fuerzas democráticas, que luchan por impulsar con mayor fuerza, claridad y congruencia la batalla por impedir, de una vez y para siempre, el regreso al poder de las fuerzas más oscuras y los elementos más representativos de la corrupción.
El país se está cimbrando hasta los cimientos por la profunda transformación que está ocurriendo al interior del estado mexicano. El debate demuestra que la clase dominante ya no puede seguir gobernando con los métodos de antes basados en el sigilo, ni la sociedad civil está dispuesta soportar la dominación basada en las cuotas de poder y el robo descarado de los recursos públicos.
La nueva situación consiste en que los cleptócratas, los avorazados que se acostumbraron a vivir del erario público y sus múltiples negocios, han sido desplazados del poder y hoy son sometidos a una intensa presión política desde arriba y desde abajo. Ambos sectores –sociedad civil y sociedad política– se han puesto de acuerdo en desplazar, exhibir y penalizar al sector parasitario del estado mexicano.
En todos los países del mundo, los políticos y funcionarios desvían recursos del estado en beneficio propio o de los grupos que representan. Como dice Jorge Castañeda, “son los usos y costumbres”. Pero en México se ha hecho, por lo menos desde la época de Miguel Alemán, en los años 50 del siglo pasado, como una forma específica de acumular capital para después invertirlo en empresas bancarias, de comunicaciones, de transporte e industriales. Veamos un poco de esa historia.
UNA CLASE EMPRESARIAL DE INCUBADORA
En México se realizó a principios del siglo XX una revolución burguesa muy avanzada, pero sin el concurso ni la dirección de una clase burguesa propiamente dicha. La base social del régimen porfiriano fueron los hacendados (muchos de ellos aristócratas y ausentistas) y los inversionistas extranjeros, con intereses en los ferrocarriles, las minas y el petróleo.
Los capitales mexicanos existían, pero ligados a la producción agropecuaria (por ejemplo, las haciendas azucareras de Morelos) y vinícola (Madero y su familia eren productores de vinos y licores en Parras, Coahuila). También había empresas textiles, productoras de cerveza y de fierro y acero. No obstante, la enorme mayoría (cerca del 80%) de los capitales invertidos en México era de origen extranjero.
Puede parecer irónico, pero la revolución burguesa de 1910 en México se realizó contra algunos grupos capitalistas, y eso pudo verse claramente en Morelos, donde los campesinos de las comunidades agrarias se levantaron contra la injusticia que significaba la usurpación de sus tierras por las haciendas azucareras. Era una especie de capitalismo premoderno, y los empresarios eran una mezcla de aristócratas feudales e inversionistas.
Lázaro Cárdenas culminó la fundación en 1934-1940 del estado mexicano al crear un capitalista colectivo cuando su gobierno nacionalizó los ferrocarriles, el petróleo, fundó la CFE, repartió las tierras y creó varios bancos de desarrollo (Bangrícola y Banjidal, que después se integrarían formando el Banrural) al tiempo que creó una infraestructura al servicio de la producción agropecuaria (Andsa, Anagsa, etc.).
Las empresas del estado mexicano, y Pemex en especial, se convirtieron en botín de los grupos que arribaron al poder con el avilacamachismo (1940-1946) y posteriormente con el alemanismo. Si bien el robo en muchos países ha sido como una plaga que camina junto al desarrollo de las fuerzas productivas, en México sirvió, además, para crear una clase social de políticos-empresarios que, al amparo de su influencia política en los asuntos del gobierno, desviaron recursos públicos en su beneficio, para constituirse posteriormente como los principales inversionistas privados del país.
Surgieron los Alemám, los Borunda, Serrano, Trouyet, Hank Gonzáles y otros. Las empresas que crearon establecieron contratos con los diversos gobiernos, como forma idónea de incrementar su capital y su importancia en el mundo de los negocios. A la fecha, sus directivos están al mando de poderosas empresas bancarias, de aviación y de comunicaciones.
La característica principal de estos individuos ha sido desde siempre su comportamiento como grupos de presión. Si corren peligro sus empresas, piden créditos blandos del gobierno; si tienen problemas de productividad, piden mayores aranceles y subsidios; y si de plano sus negocios van a la quiebra, exigen que el gobierno los rescate, convirtiendo sus desfalcos en deuda pública, pagadera por el erario (Tal es el caso del Fobaproa).
Durante el gobierno de Carlos Salinas, la feria de privatizaciones dio origen a la creación de varios imperios, como el de Salinas Pliego (TV Azteca, Elektra) Carlos Slim (Telmex, América Móvil) y las mineras. Zedillo privatizó los ferrocarriles e instrumentó el atraco del Fobaproa, y Vicente Fox permitió, entre otros negocios, la adquisición de Banamex por parte de City Bank, sin pagar los impuestos correspondientes.
Dichas empresas siempre han tenido una conducta empresarial quejosa, de maridaje con los funcionarios oficiales, siempre pegados a la ubre del presupuesto, y siempre apuntándose para realizar inversiones en proyectos del gobierno. Recordemos tan solo el esquema planteado para la construcción del AICM.
Con Felipe Calderón se acentuaron los negocios de algunos empresarios con el gobierno, en especial las empresas españolas del ramo energético. Pero Enrique Peña Nieto dio rienda suelta a la corrupción, permitiendo el desangramiento de las empresas del estado y ejecutando una nueva privatización salvaje, tan mortífera como la realizada por Carlos Salinas.
Por lo tanto, la lucha contra la corrupción no es solo contra la inmoralidad que tales hechos significan. Es básicamente una lucha por la existencia independiente de la nación, que requiere tener empresas públicas con autonomía, capacidad productiva y salud financiera, que puedan servir como base para la conducción de la economía nacional en su conjunto por parte del gobierno.
Se necesita, por tanto, que las empresas estatales puedan optar por caminos más sustentables, más dignos, y no solo como instancias al servicio de empresas privadas, nacionales y extranjeras, y como botín de guerra de los grupos que sexenalmente se apoderan y asaltan las empresas estatales.
La lucha contra la corrupción solo tiene sentido si se llega a objetivos concretos: no se trata solo de desplazar a los cleptócratas, sino de crear un estado democrático que permita el desarrollo y la expansión de la lucha de los obreros y los campesinos con rumbo a una sociedad socialista.
Mientas los obreros y los campesinos, a la cabeza de un gran movimiento popular, no tengan el poder en sus manos con el objeto de sustituir la maquinaria del poder actual, el movimiento popular debe crear una fuerza capaz de llevar adelante los objetivos de la transformación social. Y una de las formas de crear esa fuerza política es participar con las demandas más congruentes contra la corrupción, evitando y criticando cualquier debilidad o desviación del gobierno obradorista en el camino.
Reformar el estado, en estas condiciones, sería el antecedente más viable para el remplazo del estado actual, por un nuevo estado democrático de los obreros, los campesinos y los intelectuales progresistas.
Estudió en la Facultad de Derecho y Ciencias y Técnicas de la Comunicación en la UNAM. Militante de las organizaciones democráticas y revolucionarias de México desde hace unos 40 años. Ha impartido cursos de reportaje, redacción y otras áreas dentro del periodismo.
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