EL INFIERNO DE DANTE EN TEPOZTLAN

EL INFIERNO DE DANTE EN TEPOZTLÁN

 

 

Por Everardo Monroy Caracas

 

Los cadáveres fueron esparcidos en el basurero municipal, expuestos ante la mirada atónita de los lugareños y fotógrafos. Oliver Stone personalmente dio las instrucciones y nadie lo contradijo. Desde el amanecer hasta la hora del desayuno, los muertos tuvieron que ser semienterrados y los zopilotes, calvos y adormilados, también hicieron su parte: picotear los trozos de carne de rumiante sin dañar la piel de los presos políticos recién ejecutados.

Todo estaba muy claro. Morelos vivía aun el reinado de Lauro Ortega Martínez, entonces un septuagenario de la vieja guardia cardenista, y Stone estaba autorizado de hacer su guerra civil en Tepoztlán. Los fascistas salvadoreños podían disponer de las mujeres y hombres de todas las edades para tomar un fusil metralleta, darse de balazos en plena plaza pública y convertir una escuela, en este caso la “Escuadrón 201”, en un cuartel militar.

–Espero que no destruyan las fachadas del Palacio Municipal…

La preocupación del arquitecto Ángel Campos, alcalde de Tepoztlán, tenía fundamento. Stone intentaba convertir aquella carnicería en una advertencia moral ante sus seguidores. El dominicano Juan Fernández, en su papel de oficial golpista del ejército salvadoreño, mandaría bombardear al pueblo y de acuerdo a lo dicho por el ex marine el kiosco, las jardineras y hasta el palacio municipal sucumbirían por la metralla.

Jorge Luke, en playera y jeans deportivos, y James Wood con zapatos de minero, camisa de franela a cuadros y una cámara Olympus OM-2 al cuello, intentaban contrarrestar con mas tequila la malilla por la abstinencia alcohólica. Uno de los vecinos de Amatlán, durante la noche, los aturró de ponches de limón y leche y apenas lograron sobreponerse para ir al tiradero de basura. John Savage, también representando a un reportero grafico, fue más prudente. Evitó la refriega de los alipuses para sacar su trabajo sin contratiempos. El martes no habría llamado y entonces no tendría algún problema para experimentar los infiernos del dios Ometochtli y tranquilizar a Stone y al co-argumentista Rick Boyle.

Stone era un hombretón de grandes espaldas y pisada de guerrero. Normalmente se le veía enfundado en una playera y un pantalón guango verde olivo y una cazadora holgada color chaudron y algo desgastada de las mangas. Siempre tenía las manos ocupadas con una tablilla plástica repleta de hojas mecanografiadas. Al igual que Wood, Savage y el barbado y canoso camarógrafo Robert Richardson, difícilmente se separaba de una pequeña cámara super 8 y del medidor de luz o luximetro Sekonic. Pulcro e hiperactivo, afín a los tranquilizantes y la mariguana.

Los ejecutados no pasarían de cincuenta y el chicano desmadroso, Bob “Blackie” Morones fue quien los contrató para morirse y ser semisepultados en el basurero público. Todos los tepoztecos, de piel cobriza y nada pudorosos porque tendrían que encuerarse y compartir escenografía con una treintena de zopilotes de cabeza rapada y residencia estadounidense. Tepoztlán había dejado de ser un pueblo apacible, de raíces tlahuicas, para convertirse en un trozo de patria centroamericana, donde en algunas naciones, como Guatemala, El Salvador y Honduras, la sociedad enfrentaba aun los horrores de una guerra civil alentada por el Pentágono y la oligarquía regional. Ronald Reagan, un ex actor de Hollywood ultraderechista, moraba en la Casa Blanca y odiaba a los comunistas.

–¡Oliver, Oliver, Oliver…! –los gritos de “Blackie” Morones atronaron hasta la arcada principal del ex convento de la Natividad, a un costado del tianguis–. ¡We need to send by more blood … It is not sufficient …! (¡Tenemos que enviar por mas sangre… Fue insuficiente…!)

–Yeah, do not worry, and your send for her. But I want to see them all in the dumpster… (Si, no te preocupes y envía por ella, pero quiero ver a todos en el basurero).

James Wood, metido en su personaje de reportero grafico independiente, anarquista, alcohólico y adicto a las anfetaminas, le comentó a Luke, su adversario en la película, que Tepoztlán le recordaba un poco a San Miguel Allende, Querétaro, donde tenía la intención de comprarse una casa. La actriz Katy Jurado, responsable de facilitarle a Stone toda la ayuda oficial necesaria, lo convenció para que desistiera y adquiriera una cabaña en Amatlán de Quetzalcóatl, donde precisamente un día antes probaron los ponches tepoztecos. James Belushi, ausente en esos momentos por la resaca, también lo animó a tener una propiedad en territorio tlahuica.

–Vámonos, ya tienes que meterte al infierno de Dante –dijo Luke en español y Wood con desgano abordó el Jeep.

El tiradero municipal estaba a tres kilómetros de la cabecera municipal, en dirección a Yautepec. Stone se había adelantado para supervisar los trabajos. La película debería estar terminada antes de julio, porque el estreno mundial lo programaron para finales de febrero de 1986. La guerra civil en El Salvador continuaba a baja intensidad y era necesario parar aquellas matanzas. El pueblo estadounidense, a decir de Stone, debería estar informado de lo que ocurría en uno de sus traspatios.

Así que Wood y casi una centena de cadáveres y personal técnico hicieron su chamba a la hora acordada. Los zopilotes aun hambrientos no esperaron a que los tepoztecos, en su papel de difuntos, fueran bañados de sangre sintética, importada de California. En el instante que los trozos de res quedaron esparcidos entre los cuerpos humanos, aparentemente inermes, las aves carroñeras empezaron su festín. Stone, veterano de la guerra de Vietnam, ordenó que las cuatro cámaras dispuestas en diferentes ángulos empezaran a registrar aquella escena de horror y vergüenza. Wood y Savage, quien se puso un paliacate a la cabeza, empezaron a meterse en su papel de reporteros gráficos. Los flashazos se repitieron una y otra vez… hasta el infinito.

–La guerra es una mierda… –murmuró Stone en un mal castellano.

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