Por Jorge Ikeda
El Presidente de la República ha tenido suficientes oportunidades para atajar un problema que aqueja a su administración y por alguna razón no lo ha hecho. Si bien es cierto que no se puede juzgar al Presidente -el párrafo segundo del artículo 108 de la Constitución federal establece que durante su encargo sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común-, el titular del Ejecutivo bien podría cesar a algunos de sus subordinados que se han visto envueltos en escándalos de corrupción.
¿Por qué no llamó a cuentas al Secretario de Hacienda por la compra de la casa de Malinalco a Grupo Higa? ¿Por qué no solicitó la renuncia de Alejandro Murat por el escándalo de las propiedades en Nueva York? ¿Por qué no acepta la renuncia de David Korenfeld por el uso indebido del helicóptero de la CONAGUA?
En todos estos casos el Presidente de la República ha actuado como dique y ha soportado el desgaste y el descrédito de los escándalos por corrupción. El Presidente podría darle cause a todas las denuncias y ello seguramente resquebrajaría alianzas, acuerdos y pactos sobreentendidos que no tienen otro fundamento que la complicidad. Como Roberto Calasso y Rene Girard afirman en sus obras; nada une tanto como la culpa. En la teoría de juegos se le conoce como “el dilema del prisionero”; si ninguno de los acusados inculpa al otro, los dos pueden salir libres.
En un texto publicado por la revista Nexos y titulado “¿Por qué más democracia significa más corrupción?“, Luis Carlos Ugalde explica cómo más democracia no conduce necesariamente a menos corrupción. En teoría, la competencia política disminuye la corrupción. Los adversarios se vigilan y acusan de los escándalos de corrupción. Resulta paradójico que la campaña política del PAN en la que acusa al PRI de corrupción, sea respondida con otras acusaciones sobre el sistema de “moches” que el PAN desarrolló en el Congreso.
Para Ugalde, en otros países de la OCDE se habían desarrollado burocracias profesionales y sistemas legales que castigaban el abuso del poder aún antes de la llegada del pluralismo. En nuestro caso, el pluralismo aumentó la corrupción. El mecanismo de rendición de cuentas que recae en el Congreso se corrompió y aunado al débil Estado de derecho se desató una parranda sin control.
En Morelos, el Congreso ordenó una auditoría especial al crédito por 2,806 millones de pesos. Cuando el auditor Luis Manuel González Velázquez detectó desvíos por 1,800 millones de pesos, el Congreso reformó los artículos 32, 40, 84 y 136 de la Constitución Política del Estado de Morelos y desapareció la Auditoría Superior de Fiscalización dando paso a la creación de la Entidad Superior de Auditoría y Fiscalización del Congreso de Morelos. El gobernador del Estado sólo requirió del voto de otros dos diputados del PRI para salirse con la suya. No se sabe a ciencia cierta a qué maña recurrió el gobernador para comprar estas frágiles conciencias, pero para quien fuera coordinador de la bancada del PRI en el Congreso, la candidatura a presidente municipal de Jiutepec por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) estuvo de por medio.
Según Luis Carlos Ugalde, los Congresos son parte del engranaje de la corrupción y no su contrapeso. Los poderes legislativos son los vigilantes de que el poder judicial y el ejecutivo funcionen, si se atrofia este mecanismo todo lo demás no funciona. En The Federalist Papers, Hamilton, Jay y Madison lo expusieron así: “Concentrar (…) todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial en las mismas manos, sean éstas las de muchos, pocos o uno (…) puede con mucha razón ser definido como la verdadera dictadura”.
@jorgeikeda
Jorge Ikeda es licenciado en relaciones internacionales por el ITAM, licenciado en derecho por la UNAM, ingeniero en desarrollo de software por la UNAD, maestro en ciencias políticas y sociales por el CIDHEM y doctor en derecho también por el CIDHEM. Es profesor de asignatura en la Universidad La Salle Cuernavaca, A.C.
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