Recordando esa extraordinaria película sobre la guerra de secesión en los Estados Unidos, “Lo que el viento se llevó” repaso algunos de los cambios que han ocurrido en México en una perspectiva de cuando menos tres decenios. Hemos pasado de ser un país predominantemente rural a uno predominantemente urbano; hoy en día la mayor parte de la población vive en ciudades. Aun cuando seguimos siendo un país laico, la presencia de la iglesia en la vida pública es cada vez mayor, sobre todo a partir de los cambios constitucionales de fines de los 90´s que incluyeron la relación diplomática con el Estado del Vaticano. Un porcentaje considerable de las clases medias que enviaban a sus hijos a las escuelas públicas, hoy prefieren la educación privada. De una economía cerrada de acuerdo con la cual se requerían permisos para importar o existían aranceles altos para los productos que venían del exterior, hoy, después de la firma del TLC, las fronteras están abiertas. La hegemonía de una sola central obrera, la CTM, ha desaparecido y su desempeño convive con los sindicatos independientes, aunque el cooperativismo no ha muerto totalmente. Los partidos de masas se han transformado en partidos de cuadros y militantes, en especial el PRI que durante muchos años se apoyo en las grandes organizaciones campesinas y obreras. La inversión pública y los organismos paraestatales del Estado son hoy reducidos en comparación con los niveles que había todavía hacia mediados de los ochentas. La separación de poderes despunta en contraposición con el férreo control que se tenía por parte del presidente. El sistema político también se ha transformado: hay pluralidad y competencia, la alternancia permea en distintas entidades y en el gobierno de la República. La capital del país ha sido ya por varios años gobernada por un partido distinto al que gobierna la Nación. Desde 1997 ningún partido tiene mayoría en la Cámara de Diputados. Los llamados poderes fácticos tomaron preeminencia como nuca antes. Podemos no estar de acuerdo con estos cambios pero no podemos negarlos.
Esos cambios han ocurrido en muy pocos años, muy de la mano con lo que aconteció en el mundo al terminar la guerra fría con la caída del socialismo y el ascenso de una nueva hegemonía mundial encabezada por Estados Unidos, que por cierto también está llegando a su fin con la aparición y la fuerza de los chinos en el escenario mundial. Se les han tachado de liberales o, más despectivamente como neoliberales. Se reconocen pero parece que nadie está de acuerdo de que hayan ocurrido. A ello se añaden los nuevos reclamos: la corrupción es intolerable, se gasta con dispendio, la inseguridad es insostenible, la informalidad lastima a la economía real, la pobreza es indignante, y el marco institucional es obsoleto. En todo ello parece que sí existe consenso En lo que no hay consenso es en cómo enfrentarlos.
De acuerdo con el gobierno, las reformas emprendidas habrán de contribuir a su solución. De acuerdo con los detractores hay una enorme duda de que el Estado mexicano tenga la fuerza para contener a los demonios que vendrán al país como consecuencia de las llamadas reformas estructurales, específicamente de la energética. Nos damos por derrotados de antemano. No hay posibilidades de que los organismos reguladores que se están aprobando sean capaces de regular nada. En ese juicio va implícito el reconocimiento de que nuestro Estado es débil. Se pide un estado fuerte más que por su tamaño por su eficacia pero no se cree que esta pueda lograrse. La incredulidad es rampante. Pocas cosas se festinan como colectividad. De nada servirá esta oleada reformista, suponiendo que empate con las tendencias en boga que se señalan al principio de este artículo, si no se genera confianza vasta en la población de que lo que sigue, sin demagogia, nos abre nuevos horizontes. Esa tarea de convencimiento está faltando.
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