Cuando vi la transmisión televisiva en vivo desde el Penal de Almoloya, justo en el momento que el general divisionario Tomás Ángeles Dauahare abandonaba la cárcel tras un proceso de casi un año por supuesta protección al narcotráfico, no imagine que seis meses después estaría frente a él para preguntarle prácticamente de todo lo que quisiera. Pero sí. Quien fuera el número dos en la estructura de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) y actual asesor del general Salvador Cienfuegos, llegó puntual a la cita vestido con un impecable traje gris que contrastaba mucho con aquel pants que llevaba cuando abandonó el penal de alta seguridad el 17 de abril pasado. A su lado, la incansable mujer a la que le debe en mucho su libertad, su esposa Leticia. Como testigos, el abogado Gerardo Arrieta, los hermanos Martha y Salvador Díaz de la Vega. También la señora Ofelia Salinas, esposa de Salvador, que fue quien vivió más de cerca el viacrucis de esta familia avecindada en Cuernavaca. Fue ella quien recuerda como si hubiese sido ayer, aquel 15 de mayo del 2012, cuando estando en casa de la familia Ángeles Dauahare escuchó el grito desgarrador de doña Leticia, lo que inicialmente la hizo pensar que el general había tenido un accidente. Pero no, le acababan de comunicar vía telefónica que su esposo estaba siendo conducido a las instalaciones de la SIEDO, donde quedaría arraigado. De ahí en adelante, el tema de “los narcogenerales” sería abordado hasta el cansancio por los noticiarios nacionales e internacionales. Un testigo protegido, “Jennifer”, aseguraba que Arturo Beltrán Leyva pagaba grandes cantidades de dinero a varios miembros del Ejército, pero el de mayor rango era el entonces subsecretario Tomás Ángeles Dauahare. Pero las pruebas se fueron desvaneciendo. El testigo se contradijo, otros supuestos acusadores confesaron haber sido presionados para imputarle cargos al general, hasta que el 17 de abril un magistrado de Circuito ordenó su libertad absoluta. La PGR, ya sin Marisela Morales al frente, no presentó conclusiones acusatorias. ¿Por qué tanta saña contra usted general? ¿A quién le estorbaba? Le pregunto al apacible militar que contesta siempre pausado, con una tranquilidad que contagia. “Supieron que tenía contacto telefónico con Enrique Peña Nieto y en su paranoia estas personas pensaron que yo podía ser el nuevo secretario de la Defensa y de Seguridad Pública Federal”, dice. – ¿Y los testigos que deponían en su contra de dónde los sacaron? – A uno lo obligaron a firmar una declaración mostrándole un video de su esposa. A otro, un general del Ejército, le dijeron cuando acudió a declarar a la SIEDO: “¿Allá afuera están tus hijos verdad? ¿Qué te parecería si los involucramos también?”. Fue una cobardía, una vileza lo que hicieron. El general gritó su inocencia desde el principio. Estando ya arraigado, convenció al encargado del centro de arraigos para que le permitiera hacer una llamada al programa del periodista Carlos Marín donde lo estaban acusando de “haber fomentado el narcomenudeo en el Colegio Militar” durante el tiempo que fungió como director. “¿Entonces el gobierno está aceptando que en el Heroico Colegio Militar estamos preparando un ejército de viciosos?”, increpó en aquella ocasión desde su cautiverio. Pero nada evitó que le dictaran un auto de formal prisión y lo mandaran al Penal de Alta Seguridad del Altiplano, en Almoloya estado de México, donde fue recluido en una celda sin ninguna ventana que le permitiera saber si era de día o de noche. Días después fue reubicado a otra celda donde ya compartía el espacio con otros dos presos. “Mi compañero de celda era el general Roberto Dawe, acusado de lo mismo que yo. El otro era un campesino de Temixco que no sabía leer ni escribir. Lo detuvieron porque cuidaba un terreno donde tuvieron secuestrada a una persona. Supongo que sigue preso porque no tenía forma de conseguir un abogado. También conviví con un señor de Luvianos, estado de México; a él lo encarcelaron porque acompañó a su yerno al pueblo a vender maíz y comprar algo de carne, y en la camioneta encontraron armas. Este señor tampoco sabía leer, venía de un pueblo muy pobre. Con decirle que no sabía cómo se usaba una regadera para bañarse”, rememora el general. Y luego apunta: “Me di cuenta de cuanta injusticia existe en las cárceles. Cada persona tiene un testimonio de cómo les fabrican delitos y hay un profundo rencor contra esas policías. ¿Readaptación Social?, no, eso no existe para nada en las penitenciarías. – ¿Cuál era “la especialidad de la casa” en el comedor de la cárcel? ¿Qué comía usted? – Mucho pan. Te dan pan en la mañana y en la noche. Te dan arroz –bueno por cierto-, carne, pollo. Es buena comida pero no le ponen sal ni picante. – Pasó usted un cumpleaños en la cárcel ¿cómo lo pasó? – Bien. El cocinero me mandó un pan de dulce extra… y me cantaron las mañanitas. – ¿Y en navidad?, ¿qué cenó?-. – Comimos pavo, pero no a la media noche. Cenamos como a las 8:30 y a dormir, como cualquier otro día. – ¿Cómo fue el día que obtuvo su libertad? – Desde el mediodía me avisó mi abogado que era posible que ese día llegara la orden de libertad que venía desde un tribunal de Guanajuato pero yo no le creí. No me ilusioné. Fue hasta que me avisaron los custodios que me preparara porque ya me iba que lo tomé en serio. Comencé todo el papeleo como a las siete de la noche y fue hasta cerca de las 11 que el jefe de seguridad me condujo hasta una puerta muy grande y me dijo: “Yo hasta aquí lo puedo acompañar. Entonces comencé a caminar, completamente solo y casi en la oscuridad. Atrás se veía la cárcel con sus enormes reflectores, pero hacia adelante no se veía ninguna construcción. Así caminé hasta que a lo lejos vi unas luces. Eran las lámparas de las cámaras de televisión. Mi abogado acudió a mi encuentro y ya avanzamos hacia donde estaba me esperaban los medios de comunicación para entrevistarme. – ¿Qué sigue ahora general? – Mire usted, me han sugerido que me convierta yo en un activista, que haga lo mismo que Javier Sicilia, que me dedique a denunciar las injusticias como las que yo viví, pero ¿sabe qué?, tengo ataduras que me impiden actuar como yo quisiera, y es mi convicción militar. Ciertamente esto que yo considero una venganza política me generó mucho coraje, me afectó mental y físicamente –bajé 15 kilos y me dio hipoglucemia-. También estoy consciente de que estoy faltando a un deber ciudadano al no denunciar las arbitrariedades de las que fui víctima, pero mi condición de militar me impide actuar contra todas esas personas que se confabularon para mantenerme en la cárcel casi un año. ¿Cómo afectó a la familia Ángeles Dauahare este episodio de injusticia? Nadie lo sabe mejor que la señora Leticia, esposa del general, quien amablemente accede a platicarnos de ese giro de 180 grados que dio la vida de esta familia a partir de mayo del año pasado. Y es que, después del prestigio que genera el ser “candidateable” para ocupar el cargo de mayor rango en la milicia, vino la repulsión social que genera el ser considerado un miembro de la delincuencia organizada. Además de ello, la casa del General en Cuernavaca fue cateada y sellada por agentes de la SIEDO, al grado de que Tomás, el nieto de 18 años, no pudo ni sacar su ropa y mochila para ir a la escuela. Las cuentas bancarias de las hijas fueron congeladas. “Comenzamos a recibir llamadas de abogados ofreciéndonos sus servicios. Quizás pensando que realmente sí teníamos los millones de dólares que la PGR decía que recibía mi marido del narco, o tal vez porque –como decían ellos- iba a ser “el juicio del siglo” por la gente involucrada”, cuenta doña Leticia, hija y nieta de generales del Ejército. Luego, cuando finalmente se decidieron por el abogado Ricardo Sánchez Reyes-Retana, éste tuvo que ausentarse un tiempo por las amenazas que recibió para obligarlo a dejar la defensa. Desde que supo que su marido estaba arraigado, la señora Leticia, en ocasiones acompañada de su hija y su yerno, inició el calvario por el que pasan la mayoría de familiares de personas detenidas. “En la SIEDO me quisieron hacer firmar un papel que me dijeron que era para poder pasar a ver a mi marido, pero mi hija se dio cuenta que en realidad era una declaración ministerial donde incluso yo manifestaba que no era mi deseo tener un defensor de oficio presente”, recuerda. La esposa del general tuvo que hacer largas filas en el Penal del Altiplano para visitarlo, conviviendo con parejas de los más conocidos narcotraficantes. “Lo mismo vi a mujeres despampanantes con ropa carísima y que ya pasaban por el trámite de la revisión como si tuvieran años haciéndolo, que mujeres pobres que no saben ni leer y andan siempre desorientadas”. – ¿Y nunca buscó hablar con la procuradora o con el secretario de Seguridad? – Con los dos. Genaro García Luna me recibió en su oficina y habló durante 20 minutos seguidos para explicarme que él no tenía la culpa de lo que estaba pasando. Sólo se justificó, pero no me ayudó en nada. Sólo hablaba y hablaba. Con Marisela Morales ella pidió hablar conmigo, también para decirme que no era nada personal. Los dos me parecieron falsos. – ¿Y cuando iba a Almoloya veía a los narcos como “La Barbie”, “El Indio”, “El grande”? – es la última pregunta a doña Leticia de Dauahare. – Los veía en los juzgados, de lejos. Recuerdo que cuando Edgar Valdez se careó con mi marido y declaró que lo obligaron a inculparlo, ya cuando se iba de la rejilla de prácticas con la mano le hice una señal. Sí, le di las gracias a “La Barbie” por haber declarado la verdad y evitar que un inocente siguiera en la cárcel.
Periodista con 25 años de trayectoria; Premio Estatal de periodismo 2010 y 2012. Premio Nacional de Periodismo 2013.
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