Gerardo Fernández Casanova
Esta semana los campesinos del país se están movilizando. Desde todo el territorio marchan con destino a la Ciudad de México contingentes que se van engrosando en sus recorridos. El objetivo es recuperar la vitalidad del campo y salvar de la muerte a sus pobladores; ambos en peligro de extinción por decisión de quienes nos han impuesto el modelo neoliberal, cuya puntilla es la reducción al extremo de los recursos que a ellos se destinan.
El lema de las marchas concurrentes es “Por la Defensa del Territorio y por el Derecho a la Alimentación”. Con ello se conjugan las respuestas a los muy diversos y cuantiosos agravios infligidos contra el campo y los campesinos, los que se han venido incubando desde que la Revolución se bajó del caballo. Habiendo sido los campesinos la carne de cañón de las luchas por la Independencia, la Reforma y la Revolución, su condición de vida a duras penas mejoró y ahora se empeora a niveles decimonónicos. La Independencia no modificó en lo mínimo las condiciones de esclavitud del campesino; la Reforma Liberal al desamortizar la propiedad de la tierra incluyó como muertas las tierras comunales de los pueblos, lo que fue corregido por la Reforma Agraria del siglo XX con la restitución de bienes comunales y la creación de la propiedad social en los ejidos, para ser nuevamente apuñalada por la privatización promovida por Carlos Salinas en 1992.
Desde la puesta en práctica de la Reforma Agraria, principalmente desde 1936 con los repartos de tierras del cardenismo, hasta mediados de los años sesentas el campo subsidió el desarrollo de la industria por la contención de los precios de los alimentos que ofreció mano de obra barata a las ciudades para facilitar la instalación de fábricas. A partir de entonces el fenómeno se revirtió y comenzó a ser necesario el subsidio al campo para poder mantener el control de los precios de los alimentos; en ninguno de los casos el campesino pudo vivir con suficiencia del precio del producto de su trabajo.
Con los acuerdos de renegociación de la deuda externa y la firma del TLCAN, quedaron prohibidos los subsidios a la producción campesina (sólo en México, porque en USA y en Canadá los mantienen y son cuantiosos) y con ello se colocó al campesino mexicano a competir con el farmer del norte, en condiciones por demás desiguales. De ahí que las importaciones de alimentos y granos se han visto brutalmente incrementadas desde entonces. Maíz, frijol, arroz, trigo y oleaginosas han reducido la superficie de cultivo por incosteabilidad y en proporción inversa la migración poblacional se ha incrementado.
De acuerdo al criterio tecnocrático neoliberal, si el maíz es más barato importarlo que producirlo, pues hay que importarlo, suponiendo que el aumento en otras exportaciones compensarían su costo. Tal criterio, desconocedor de la historia y del sentido de la tierra para el campesino, ha fracasado rotundamente. Los hechos son que la balanza comercial mexicana es permanentemente deficitaria; que las tierras han sido abandonadas y que el flujo migratorio hacia los Estados Unidos y Canadá se incrementó de manera superlativa. Esa sí que es una exportación exitosa, la de la mano de obra cuyas remesas han salvado al país de una catástrofe mayor, aunque siempre amenazadas por las políticas antiinmigrantes tan extendidas por aquellos rumbos y, desde luego, en condiciones vejatorias para quienes van por sueño (¿pesadilla?) americano.
Por si todo esto fuera poco, ahora el campesino resiente el desplazamiento de sus propias tierras por las concesiones regaladas a mineras y generadores de energía, con extensiones que cubren un alto porcentaje del territorio nacional y con todo el peso de la ley para protegerlas.
Para mayor desgracia, el desplazamiento de la economía campesina hacia el gran agronegocio monocultivador y la minería de tajo abierto, ha provocado el peor deterioro de la naturaleza que pueda uno imaginarse, con lo que el hambre no sólo la aporta el campesino sino que amenaza seriamente al medio urbano, supuestamente tan protegido.
Bienvenida la marcha campesina. Nos solidarizamos con sus demandas. Pero está claro que el régimen no está dispuesto a contradecir la voz de sus patrones, entre cuyos intereses está el de mantener la dependencia colonial por la vía del estómago; con la mano en la cintura pueden decretar un embargo a las exportaciones de granos y nos moriremos de hambre, mientras que nadie sufrirá porque dejemos de mandarles carros ensamblados en México.
El asunto no es sólo de los rústicos campesinos, también a los atildados urbanos les atañe y muy gravemente. ¡Aguas!
gerdez777@gmail.com
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