Gerardo Fernández Casanova
La fecha de ayer, 30 de agosto de 2016, pasa a la historia como el día del triunfo de la corrupción y la traición a la democracia. Esa mañana se consumó el golpe de estado legislativo contra la Presidente Dilma Rouseff de Brasil, electa por 54 millones de brasileños. Una sarta de senadores, la mayoría de ellos sujetos a procesos por corrupción, asestaron la última puñalada a una mujer honesta, a la que se acusó, sin pruebas, de una manipulación contable en el ejercicio presupuestal para ocultar un crédito puente con la banca oficial de desarrollo, lo que aún en el caso de haberse realizado no implicaría un delito punible y menos la defenestración de la funcionaria. De nada sirvieron los alegatos de la defensa ni tampoco la firme argumentación de la acusada; la decisión ya estaba tomada desde mucho antes y no sólo en las cámaras legislativas, sino en las de los empresarios, en las imágenes y las voces de los medios masivos de comunicación (o de destrucción) y, sin lugar a dudas, en la embajada de los Estados Unidos.
Desde que Dilma fue reelecta en 2014 no pasó un día en que no recibiera los furibundos ataques en todos los campos posibles. Por su afán por reformar la legislación en materia electoral, que entre otras cosas prohibía el financiamiento privado a los candidatos a puestos de elección, la clase política corrupta se dio a la conjura contra la presidente, incluidos el vice presidente Temer, que ahora asume para concluir el mandato hasta 2018, y el presidente de la cámara de diputados, Cunha, quien ya fue destituido e indiciado por corrupción. También desde Washington se alimentó la conjura, en principio por el apoyo político y financiero a los golpistas, pero los expertos afirman que la crisis del petróleo y las materias primas fue diseñado especialmente para golpear a los países emergentes, principalmente a Brasil, Venezuela y a Rusia, con el objetivo de destruir al polo de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), cuya vigencia afectó a la hegemonía imperial yanqui.
Ni el pueblo brasileño ni la comunidad democrática internacional (desde luego que no la OEA) podemos permitir que estas cosas sucedan. Es de esperarse que el pueblo del Brasil ponga al país de cabeza con el paro total; ya probaron las mieles de ser una nación emancipada, con los ocho años del gobierno de Lula y los primeros cuatro de Dilma, en los que el progreso abarcó a todos, sin exclusión, con énfasis en la drástica reducción de la pobreza y el fortalecimiento de la clase media. Fueron gobiernos que simplemente le dieron vuelta a la tortilla, en vez de servir al gran capital se volcaron a servir al pueblo. Nada más y nada menos.
Lula no hizo una revolución; cumplió sus compromisos internacionales escrupulosamente; cubrió la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y, con ello, se quitó la intervención del malhadado organismo en los asuntos financieros del país; abrió y multiplicó su comercio exterior al mundo y redujo sustancialmente las exportaciones y las importaciones de USA; jugó un rol independiente en la esfera internacional; canceló el ominoso proyecto del ALCA y contribuyó de manera determinante en el esfuerzo de la integración latinoamericana.
Es obvio que el imperio no podía dejar pasar tales insolencias de parte de la mayor economía latinoamericana; Bush estuvo muy ocupado en la destrucción de Irak y de Afganistán y, por ahí, se le colaron los goles iniciados por la elección de Hugo Chávez en Venezuela, seguida por la de Lula y demás pueblos de Nuestra América que optaron por la emancipación. A Obama le ha costado casi todo su gobierno para revertir el fenómeno y, para nuestra desgracia, lo está logrando ya no con los gorilas de uniforme, sino con los de la mayor corrupción política de la historia, junto con la aplicación de sus más novedosas tecnologías de control de masas, tan eficaces que hacen que los ratones voten a favor del gato.
Su maldito éxito ha sido más que claro: Temer, aún antes de la defenestración de la Rouseff, y Macri en Argentina más tardaron en sentarse a la silla presidencial que poner en marcha toda una batería de medidas antipopulares, de las de la receta del FMI, y recomponer sus relaciones de dependencia colonial con los Estados Unidos. Igual que sucedió en Honduras y Paraguay con las destituciones de Zelaya y Lugo. Van por Maduro en Venezuela, donde ya se hicieron de la Asamblea Nacional para seguir su estrategia golpista y, a no dudarlo, atacarán a Bolivia y a Ecuador con las mismas armas: corrupción y manejo de medios. Hay que pararlos en todas partes.
Lamento que en México ni siquiera hemos podido probar las mieles de la emancipación. El control es casi absoluto. Es muy probable que López Obrador vuelva a ganar las elecciones, pero habrá que consolidar un vigoroso poder popular para vencer a quienes, como en Sudamérica, sienten perder sus inmorales privilegios. Es hora de la solidaridad de Nuestra América para ganar y resistir los embates imperiales.
gerdez777@gmail.com
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